La expresividad de un actor es fundamental para su valor como tal. Su capacidad de mover y conmover al espectador define su trabajo. No sólo ha de ser verosímil, sino que su efímera función perdurará más allá de una grabación si logra penetrar en las fibras más sensibles de la condición humana. El dramaturgo sueco August Strindberg, fallecido en 1912, escribió que el secreto del gran actor consiste en “la capacidad innata que tiene de hacer irradiar su alma, entrando así en contacto con el público”.