viernes, 29 de marzo de 2024 00:08
Opinión

Cicatrices de la crisis

Luis Moreno
Luis Moreno

Profesor de investigación del CSIC en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos

Hay disenso entre think tanks y gabinetes de expertos a la hora de levantar acta de defunción a la crisis 'interminable'. Algunos analistas menos complacientes con el poder financiero han denominado al largo período de depresión económica como la Gran Recesión, aunque asumen implícitamente una fecha de caducidad pese a las proporciones de su desbarajuste.

Hay disenso entre think tanks y gabinetes de expertos a la hora de levantar acta de defunción a la crisis 'interminable'. Algunos analistas menos complacientes con el poder financiero han denominado al largo período de depresión económica como la Gran Recesión, aunque asumen implícitamente una fecha de caducidad pese a las proporciones de su desbarajuste. Tarde o temprano, se arguye, la crisis concluirá como una profecía autocumplida. Así ha sucedido en el devenir de las crisis recurrentes del capitalismo moderno, y no hay razón para pensar que en esta ocasión haya otro final.

El vocablo anglosajón scarring hace referencia a los daños visibles provocados por una lesión o estado de precariedad en las expectativas vitales de las gentes. En ocasiones los daños no son aparentes, aunque permanecen en la psique de los ciudadanos condicionando la gestión de sus riesgos futuros. Baste esta alegoría para analizar algunos efectos de la crisis económica en lo que concierne al mundo del trabajo y al futuro del bienestar social. Como ya avisó el sociólogo Richard Sennett, las consecuencias personales del empleo en el nuevo capitalismo pueden abocar a los inadaptados a procesos de corrosión del carácter y de anomía social. Las relaciones interpersonales quedarían determinadas por lo efímero, empujando las conductas asociales hacia el individualismo posesivo, según lo conceptualizado premonitoriamente por el politólogo C.B. Macpherson.

El crack económico mundial se desató en febrero de 2007 con la quiebra de las subprime y las 'hipotecas basura'. A fin de evitar el derrumbe incontrolado de los instrumentos derivados se acudió al rescate, por parte de los contribuyentes estadounidenses, de las dos grandes entidades hipotecarias norteamericanas, Fannie Mae y Freddie Mac. Los efectos posteriores de la licuación financiera han afectado al conjunto de la economía global llegando a cuestionar la propia lógica de la economía por promocionar la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. En España, la contención de los gastos sociales y los recortes del bienestar han alterado desigualmente las condiciones de vida de las gentes. Su mayor impacto ha sido, precisamente, el aumento de la desigualdad entre clases y grupos sociales, lacerando las legitimidades moral y política de nuestro sistema de protección social.

Quizá sean las cohortes de ciudadanos más jóvenes quienes han sufrido las heridas más difíciles de cicatrizar. Como es bien sabido, el mejor predictor del riesgo del paro es justamente el haber estado desempleado. El cambio ocupacional es, además, un contrastado indicador de movilidad social a la baja. Según la evidencia disponible, ambas circunstancias suelen combinarse generando un círculo vicioso y estableciendo una regla fatalista: a periodos largos de desempleo le suceden otros caracterizados por empleos inestables y mal pagados. Ello sería ilustrado por los picos alcanzados en los períodos de crisis acaecidos en España durante los últimos decenios. Recuérdese que si en 1985 el paro llegó a aproximarse al 22% de la población activa, en 1994 el porcentaje superó el 24%, similar al calculado por la EPA para el último trimestre de 2014. Como se sabe, el mercado laboral español puede crear muchos empleos (8 millones entre 1995 y 2008), pero destruirlo también masivamente (en torno a 3 millones desde 2008). Los jóvenes son los más perjudicados por la incapacidad del sistema español por preservar 'trabajos decentes' y limitar la expansión de los 'empleos basura' y su efecto indeseado manifestado en la profusión de los asalariados pobres (working poor).

Uno de cada dos españoles en edades comprendidas entre 20 y 24 años busca y no encuentra empleo, lo que genera una herida de difícil cicatrización y con consecuencias deletéreas para su propio futuro laboral. Se calcula que el incremento del empleo juvenil en España y los países de la Europa del Sur es responsable del aumento de la desigualdad de rentas (medido por el coeficiente Gini) en unos 8 puntos, el doble de lo sucedido en otras economías avanzadas de nuestro entorno. El desánimo de los jóvenes-adultos, según expresión acuñada por Alessandro Gentile, ha contribuido a conformar una 'categoría de riesgo'. Para el también analista, Guy Standing, se trata de una nueva clase social: el precariado. Tales grupos de ciudadanos precarios encaran los nuevos riesgos sociales en manera transversal y son presa de las proclamas ideológicas del discurso asocial. El glamour del éxito personal y el espejismo de la riqueza encarnado en la estética de la individualización tratan de alejarles del Estado del Bienestar, una institución de la que se reniega por ser costosa y pasiva. Se propaga, de tal manera, la parábola del "ande yo calienta, ríase la gente". De consolidarse semejante desafección, la perspectiva sociotrópica se transformaría en otra egocéntrica, y se asistiría a un proceso de sustitución del compromiso participativo de los jóvenes por el de su desmovilización política.

En el contexto de la mundialización financiera asistimos al predominio del capitalismo de la austeridad sobre aquel del bienestar que hizo posible las Edades de Oro (1945-75) y de Plata (1976-2008) del welfare. La postrera mundialización económica se empeña en reducir la escala de las reformas del bienestar a dos grandes propuestas: (a) la adopción un modelo de individualización re-mercantilizadora, característico del neoliberalismo anglo-norteamericano, o (b) la asunción de un tipo de neo-esclavismo plasmado en el modelo asiático emergente. Este último apunta a una mayor competitividad comercial en el (des) orden económico global facilitado por la ausencia de derechos y tutelas sociales, y por una permanente pugna por el regateo y la espiral comercial a la baja (race to the bottom).

Es improbable imaginarse una Europa reestructurada de acuerdo a los principios y lógica del modelo neo-esclavista, lo que sí podría suceder con el otro gran modelo alternativo. La opción anglo-norteamericana, más afín a los antecedentes históricos de los países europeos, se encuentra demasiado próxima culturalmente al Viejo Continente para descartar una evolución eventual hacia una Europa asocial. De producirse, se requeriría una cirugía plástica integral que eliminase las cicatrices producidas por la Gran Recesión. En el nuevo rostro europeo apenas serían reconocibles sus rasgos constitutivos y sus fundamentos institucionales. El Estado del Bienestar, una invención europea al fin y al cabo, habría pasado a los anales de la historia como un epifenómeno de la modernidad, ¿o quizás no?

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