viernes, 29 de marzo de 2024 02:10
Opinión

ES LA SOBERANÍA, ESTÚPIDOS

Ferran Gallego
Ferran Gallego

¿Monarquía? ¿República? ¡Soberanía! Y que cada cual entienda, en estos momentos en que la palabra se desenvuelve con particular prestancia en nuestro lamentable entorno político y cultural, lo que significa defender la soberanía.

¿Monarquía? ¿República? ¡Soberanía! Y que cada cual entienda, en estos momentos en que la palabra se desenvuelve con particular prestancia en nuestro lamentable entorno político y cultural, lo que significa defender la soberanía.

Los espeluznantes nacionalistas que han conseguido bloquear el debate indispensable sobre la crisis, han destruido ?entre tantas otras cosas- considerar lo que la izquierda siempre supo levantar, como lo demuestran las reflexiones de Jaurés. La República es soberanía, es tolerancia, es afirmar la posibilidad de convivir, en una organización autónoma de la sociedad que encuentra en el Estado el espacio de representación y de garantía última de los derechos. La soberanía es uno de los temas que la crisis ha puesto de manifiesto como verdadera enfermedad de nuestra Europa. La crisis de la primera globalización, el imperialismo, estalló en 1914 generando una hipertrofia soberanista que arrió las banderas de la sensatez nacional, para desembocar en el nacionalismo. La crisis de la segunda globalización, la que se inició con la ruptura del consenso antifascista de 1945, en los años 80-90, ha supuesto la reclamación por las clases trabajadoras de una verdadera fluidez de la cultura republicana. ¿Por qué? Porque de lo que se ha tomado conciencia es de la pérdida de la soberanía de la sociedad y, por tanto, de la fragilidad de un Estado que es punto de encuentro de oligarquías nacionales ?y nacionalistas-. El republicanismo no defiende la sociedad a solas, sino la primacía de la sociedad y, por tanto, su congruencia con el Estado democrático. No es un mero movimiento social, sino una propuesta de funcionamiento de las instituciones y de su coherencia orgánica con la sociedad. Los republicanos federales defendemos algo distinto al nacionalismo desde siempre, desde aquellos años de entreguerras en que muchos pensaron, con mejor o peor intención, que el nacionalismo era la respuesta, en Europa, a la pérdida de capacidad de maniobra del Estado y, por tanto, al desguace de la idea misma de una democracia representativa. Aquel nacionalismo puso en crisis al liberalismo y al socialismo en cualquiera de sus vertientes. Incluso en la vertiente federal, que partía de la realidad plural de la sociedad, del reconocimiento de antagonismos, de la asunción de un pacto permanente de un sujeto soberano que no tiene que ser homogéneo, sino reconocer sus conflictos internos sin reservas. El republicanismo no plantea la creación de nuevos Estados, sino la soberanía de los ciudadanos en su vida social. Defiende la agrupación de intereses en conflicto aceptando el consenso de unas instituciones acordadas. El federalismo no es el unitarismo, sino la forma de esquivar la tentación que el nacionalismo pone a la afirmación del hecho nacional.

Hace cuarenta años, un dirigente comunista fallecido hace treinta, Enrico Berlinguer, firmó una serie de artículos en "Rinascità", en los que analizaba la pavorosa derrota de las clases populares chilenas en septiembre de 1973. Entre otras muchas cosas, el lúcido secretario general del PCI señaló que la función de un partido que aspirara a representar a los trabajadores, arraigado en la nación y defensor de la independencia y de la paz, había de evitar una división vertical del pueblo. Se le reprochó, como recordamos los mayores del lugar, que parecía olvidarse de la lucha de clases. Todo lo contrario: se limitaba a recordar que los socialistas y los comunistas italianos habían combatido por la causa de la democracia, frente al fascismo, tratando de preservar la unidad nacional. Y lo habían hecho frente a quienes intentaron dividir a los italianos a través de afirmaciones de principio que permitieran expulsar de la nación a quienes no se consideraran nacionalistas. Esta expulsión puede producirse de muchas formas: a través de la violencia fascista y del discurso explícito de un Estado totalitario, que identifica a la nación con un campo homogéneo del que el Estado es voluntad monolítica objetiva, expresión fenomenológica que custodia el lugar de la nación eterna en el punto concreto de la Historia. Pero puede hacerse, también, consagrando un discurso metódico, incansable, penetrante, masivo, que convierte en normalidad el hecho de que no ser nacionalista es disponer de un sentido nacional defectuoso. Y que no ser independentista es la pura y simple consecuencia de no haber entendido el concepto democrático de la soberanía nacional.

Deberíamos aprender de las palabras de aquel sabio líder comunista, para negarnos a caer en la trampa, sí, pero también para denunciarla con la máxima energía, porque afecta al sentido último de la democracia, porque es excluyente, porque es?antirrepublicana. Catalunya no puede ser dividida verticalmente, con el trazado de una línea de discriminación que marca el nacionalismo. Trabajadores, empresarios, derechas e izquierdas, reaccionarios y progresistas, a un lado. Y trabajadores, empresarios, derechas, izquierdas, reaccionarios y progresistas, al otro lado. Dos columnas de situaciones antagónicas, dos espacios marcados por antagonismos de clase, por conceptos distintos de la existencia, por ideas dispares de lo que es la sociedad, reuniéndose en dos ámbitos de encuentro, y creando un antagonismo exclusivo y excluyente. El que separa, verticalmente, a quienes están o no están por la interpretación que el nacionalismo hace de la independencia, de la soberanía, de la República.

Nuestra afirmación de la soberanía lucha contra la pérdida de una identidad fundamental, pérdida que puede ser irrevocable. La globalización, en su fase más exasperada, no solo ha provocado pérdida de derechos sociales, sino que ha arrebatado, quizás definitivamente, los espacios políticos en los que las clases trabajadoras y sus partidos tenían capacidad de desarrollar una estrategia. Ha hecho que se perdiera el espacio de soberanía, en el que los trabajadores podían hincar sus pies en el suelo, agarrarse a las tramas sociales construidas durante decenios de experiencia de lucha, agrupar y formalizar su conciencia de clase en una cultura que les proporcionara distinción, seguridad en sí mismos, autoestima y esperanza. Que les proporcionara, claro está, capacidad de detección de sus adversarios y conocimiento para averiguar hasta qué punto la batalla por los derechos sociales no se había dado por zanjada por quienes la perdieron con la derrota del fascismo.

Nuestra afirmación de la soberanía se basa en el inmenso riesgo de que la desposesión sufrida en estos últimos años, cuando se ha hecho evidente la agresividad del cambio de paradigma del capitalismo, llegue a neutralizar una toma de conciencia, o una simple canalización de la protesta política, o un primer esfuerzo de resistencia, sencillamente porque perdemos de vista un concepto esencial que la globalización se ha empeñado en destruir: el de la República, el de la soberanía, el de la federación de ciudadanos libres, el del Estado representativo. Porque a lo que asistimos es a la pérdida de la visibilidad del conflicto que sigue explicando nuestras penalidades, sustituido por un falso antagonismo. A la reclamación de una soberanía popular, que nos devuelva la capacidad de liderar la resistencia contra la expropiación de derechos de los de abajo, se responde con la construcción de una utopía nacionalista, en la que la coincidencia en la defensa de una comunidad de intereses comunes es siempre más importante que los factores cruciales que nos diferencian. El nacionalismo se construye a costa de la democracia porque limita, en su división vertical de la sociedad, la influencia que los sectores populares puedan tener en cada uno de los bloques en conflicto. Porque divide a los trabajadores, enfrentándolos en un tema ?el de la democracia, el de la soberanía- que deberían compartir entre ellos, pero sin cohabitar con sus explotadores el recinto de una reivindicación sentimental y simbólica. La tradición de la izquierda fue agrupar al conjunto de las fuerzas populares de la nación contra quienes los expoliaban. Los grandes partidos obreros europeos, en su lucha y su triunfo sobre el fascismo, se convirtieron en representantes del conjunto de la nación, y obligaron a las fuerzas reaccionarias a aceptar la democracia.

En Italia, en efecto, en esa Italia que tan bien definió Berlinguer al reflexionar sobre el riesgo de una división vertical que evitara la formación de mayorías como las de la época del antifascismo, eso se concretó, de entrada, en un referendum que el 2 de junio de 1946 expresó la voluntad mayoritaria de los italianos en favor de la República. El cuarenta por ciento que votó por la monarquía tuvo que aceptar unas instituciones y una idea de la soberanía nacional que había quedado, para siempre, en manos de la interpretación ofrecida por el antifascismo a la crisis europea del periodo de entreguerras. La crisis de esa cultura antifascista, no por casualidad, ha sido un dato previo a la completa desorientación con que la izquierda se ha enfrentado a la crisis que ahora experimentamos.

Para empezar a reflexionar sobre ella desde la izquierda, empecemos por denunciar el punto que, lejos de ser la manifestación de un ejercicio de calidad democrática, amenaza con destruir la posibilidad de restablecer la soberanía de las clases populares y de empezar a trabajar por revertir el proceso de expropiación de libertad individual y colectiva que se ha vivido en estos años. Esta denuncia ha de dirigirse, sin complejos, sin obcecación, sin intolerancia y con respeto, a un nacionalismo que no es recuperación de la soberanía popular, sino acta de defunción de un escenario en el que la izquierda nunca aceptó que los trabajadores pudieran enfrentarse a otros trabajadores; que nunca aceptó que una expresión política de la izquierda se enfrentara contra otra expresión política de la izquierda; un escenario en el que la democracia, la república, la soberanía, se comprendieron no solo como libre asociación de ciudadanos para constituirse en comunidad, sino también como espacio en el que los trabajadores fueran conscientes de aquello que les separaba, irremediable y radicalmente, de sus adversarios de clase. Hace cincuenta años, obreros y empresarios. Hoy, integrados y excluidos en una sociedad precaria, que ha roto buena parte de los vínculos de protección y solidaridad existentes, y pretende avanzar en su tarea destructiva. Nuestra soberanía es la defensa de esa sociedad en peligro de extinción. Porque, si avanzamos por otro camino, si creemos que el conflicto se encuentra en otra parte, solo asistiremos a la neutralización de nuestros esfuerzos, y a la creación de un nuevo Estado en el que se reproducirá la ausencia de soberanía, la falsa independencia, la falta de congruencia entre instituciones y sociedad, la quiebra de la representación política. Aunque se llame República Catalana, y haya sido traída por el milagroso acuerdo de explotados y explotadores en el objetivo común de construir un régimen no representativo; por la pecaminosa exclusión de aquellos trabajadores a los que se habrá excluido del proceso por no comulgar con las verdades artificiosas y las mentiras completas del nacionalismo.

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