En La llamada de la tribu (Alfaguara), Mario Vargas Llosa detalla su relación como lector con siete ensayistas: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich von Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Jean-François Revel; un británico, un español, dos austríacos, dos franceses y un letón que con doce años emigró a Inglaterra.
En estas semblanzas intelectuales, Vargas Llosa no es el ultra que algunos pretenden: distingue y recalca que el liberalismo ha generado también en su seno una ‘enfermedad infantil’: “el sectarismo, encarnado en ciertos economistas hechizados por el mercado libre como una panacea capaz de resolver todos los problemas sociales”.
Yo quisiera destacar aquí unos párrafos en torno a Ortega, de quien el premio Nobel destaca su estilo claro, plástico, inteligente, culto, al alcance de cualquier lector: “Por esta última característica de su prosa, algunos le niegan la condición de filósofo y dicen que se quedó sólo en literato o periodista. A mí me encantaría que así fuera, porque, de ser cierta la premisa en que aquel juicio excluyente se inspira, la filosofía sobraría, la literatura y el periodismo reemplazarían con creces su función”.
La claridad, dijo Ortega, es la cortesía del filósofo. Ni la filosofía, ni la cultura pueden reducirse a un ejercicio de acrobacia retórica, ni a una gimnasia narcisista. Pero se le reprocha que no fuera contundente sobre el resultado de la guerra civil y sobre la dictadura, y que guardase silencio al respecto. Ahora bien, en el haber del pensador madrileño hay que resaltar con satisfacción y gratitud su firme convicción y ejercicio de la filosofía como ayuda a vivir a los seres humanos, a encarar con lucidez el desarrollo de un mundo personal.
Para Ortega, la filosofía –como subraya Vargas Llosa- tenía que llegar a personas no especializadas: “Este prurito obsesionante por hacerse entender de todos sus lectores es una de las lecciones más valiosas que nos ha legado, una muestra de su vocación democrática y liberal, de luminosa importancia en estos tiempos en que, cada vez más, en las distintas ramas de la cultura, se imponen, sobre el lenguaje común, las jergas o dialectos especializados y herméticos a cuya sombra, muchas veces, se esconde no la complejidad y la hondura científica, sino la prestidigitación verbosa y la trampa”. Todo esto es capital.
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