viernes, 29 de marzo de 2024 15:58
Opinión

ORGULLO, TRIBU Y ODIO

Miquel Escudero
Miquel Escudero

Gershom Scholem 1935


Lean con atención lo siguiente, por favor: “Soy nacionalista y no me afecta el discurso vacío y supuestamente progresista contra una opinión que, desde mi juventud, se me presenta, una y otra vez, como perteneciente al pasado (…) soy ‘segregacionista’ y nunca me he avergonzado de hacer pública mi convicción de que el segregacionismo puede significar algo positivo y decisivo”. Lo escribió el filólogo judío Gershom Scholem en 1946, en una carta a Hannah Arendt recogida en Tradición y política (Trotta); un volumen con la correspondencia que ambos se cruzaron entre 1939 y 1964. Era un escrito cargado de furia contra su amiga desviada, donde reconocía, sin detallar, errores de los políticos sionistas, pero donde le reprochaba que emplease argumentos con un “pronunciado carácter trotskista y antisionista”.


Hannah le replicó subrayando la zona común que guardan el fanatismo y la defensa contra las realidades, y desmarcándose sin hacer concesiones: “No puedo impedirle que sea nacionalista, aunque tampoco puedo ver claramente por qué está usted tan orgulloso de ello”. Para ella las relaciones humanas eran, por lo general, mucho más importantes que las llamadas ‘discusiones abiertas’, de obligado posicionamiento. Las personas le importaban más que sus opiniones, por la razón de que las personas son más que lo que piensan o hacen.


Aquella relación, cuajada de admiración profesional, se resentiría del todo en 1963. Scholem, primer especialista en la mística judía, se dio por herido en su corazón por las opiniones que Hannah Arendt vertió en su libro sobre el juicio al asesino nazi Eichmann. El tono de Scholem carecía del debido respeto, no era flexible y rezumaba odio. Firme, serena y liberal, Hannah confesó que sólo amaba a sus amigos y que era incapaz de otra forma de amor. Como judía, no se amaba a sí misma ni a lo que perteneciera a su sustancia. Ser judía era simplemente un hecho de su vida: “nunca he querido modificar tales facticidades”. Deploraba con vigor la incapacidad de escuchar opiniones que no hubiesen sido antes etiquetadas, un prejuicio muy nocivo. A quienes decían no creer en Dios pero sí en el pueblo judío, Hannah Arendt les replicaba que ella ni ‘amaba’ a los judíos ni ‘creía’ en ellos, sino que sólo pertenecía a ese pueblo ‘de manera natural y fáctica’. Por encima de todo y de todos, está lo fundamental: ser persona


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