A la hora de redactar estas líneas, Grecia mantendrá el euro como su moneda y la del conjunto de los países de la eurozona. Sin embargo, inesperados acontecimientos podrían hacer cambiar estos vaticinios. En las últimas semanas, nos hemos deslizado por una ‘montaña rusa’ mediática con cuestas y descensos imprevistos. Algunos de ellos, como la celebración del referéndum del pasado 5 de julio, han sido una prueba para los amantes de las emociones fuertes. Los cambios de marcha se han debido a un variopinto conjunto de factores fluctuantes e impredecibles.
Analistas y gacetilleros han ofrecido argumentos para apostar por el ‘Grexit’, o en favor la de la continuidad helena como país del euro. Han habido razones para todos los gustos. Es pretencioso en un artículo de opinión ofrecer un compendio de causas para explicar los escenarios ligados a una opción u otra. Empero, permita el lector que echemos nuestro cuarto a espadas en este debate señalando tres aspectos relevantes.
El primero de ellos atañe al aspecto más prosaico de los dineros y es relativo a lo que los anglosajones denominan como sunk costs (o gastos enterrados). Hace ello referencia a las inercias institucionales, y los costos ocultos e irrecuperables ya desembolsados por todos los países integrantes del euro para el establecimiento y la consolidación de la moneda común. Si el euro se rompiera, todos saldrían perdiendo por el tiempo perdido y los desembolsos ya realizados. Los países del euro han aportado --en mayor o menor medida-- cantidades y ayudas incluidas en el montante de los 220 millardos (miles de millones) de la deuda griega (más del 10% corresponde a España). Naturalmente, los países acreedores no sólo quieren recuperar sus dineros y que no se queden ‘enterrados’ con la hipotética salida de Grecia del euro. Temen el peligroso precedente que supondría para ellos mismos la imposibilidad de recurrir a rescates financieros (bailouts) en situaciones futuras similares. Respecto al volumen de las cantidades en juego, compárese el nivel de la deuda griega (170% de su PIB) con el volumen del rescate financiero estadounidense a entidades como el Citigroup tras el crack de 2007-08: 2,2 billones (millones de millones) de euros, es decir 10 veces más.
El segundo aspecto a ponderar concierne a lo sociocultural y es incuantificable, aunque sus efectos lo sean y mucho. Los estereotipos europeos han jugado un papel importante en las posturas de enconamiento en las negociaciones entre los gobiernos de la UE. Los partidos populistas, buena parte de los cuales son abiertamente antieuropeístas y compiten por el poder político en el seno de los estados miembros de la UE, han avivado hasta el paroxismo el chovinismo y la desconfianza ajena. La interpretación de los agravios y los riegos morales han provocado aseveraciones cargadas de inquina y hasta odio, como Varoufakis se encargó de asumir en su despedida como ministro económico heleno tras el referéndum. Más allá de los excesos retóricos eurófilos y eurófobos, se intenta esconder otro debate de mayor calado político para el futuro de la Europa unida: la redistribución interna de rentas y recursos entre los países europeos. Las acusaciones de ventajismo y gorroneo hacia los países mediterráneos europeos se han basado frecuentemente en prevenciones culturales y hasta religiosas. Durante el desarrollo de la crisis se ha reeditado la vieja fractura católico/protestante entre las Europas septentrional y meridional. ¿Es posible una unión cada vez más estrecha de los países europeos sin el concurso solidario de todos sus miembros? La pregunta, a buen seguro, permanecerá durante el azaroso proceso de Europeización.
El tercer y asunto a discutir afecta a la institucionalización europea de su unidad y diversidad. La comparecencia de Tsipras en el Parlamento Europeo para explicar los motivos de la celebración del referéndum en Grecia fue un estupendo gesto político, en consonancia con la idea de la demos continental en ciernes. La colisión entre una Europa cada vez más unida y la pervivencia del poder residual de los Estados-nación europeos sólo cabe ser superada con la aplicación del principio federalista, el cual establece la conciliación de la unidad y diversidad mediante el pacto político entre los países constituyentes de la UE. En realidad dicha filosofía federalista ya se ha encarnado en varias de sus instituciones de corte federal como son la Comisión, el Parlamento, el Tribunal de Justicia o el Banco Central europeos. Es innegable que el arranque formal y los elementos fundacionales de carácter confederal de la Unión Europea han evolucionado hacia una federalización de sus encajes institucionales. Pero se necesita avanzar más decididamente en la senda federal y menos en la reivindicación nacional de sus estados miembros. El federalismo condicionará cualquier cristalización en el ordenamiento jurídico europeo, pese a que la palabra con la inicial ‘f’ no figure explícitamente en documentos o declaraciones de los actores políticos. Recuérdese que la mayor federación del mundo (India con 1.300 millones de habitantes) prefiere utilizar constitucionalmente el vocablo ‘unión’, al no ser el resultado de un acuerdo formal federal entre de sus componentes territoriales, circunstancia que sí sucede en el caso de la UE.
La conclusión normativa de nuestro repaso analítico apunta al refuerzo de la interdependencia de los miembros integrantes del eurogrupo y, por extensión, del conjunto de la Unión Europea. El mantenimiento de un intergubernamentalismo mediante el cual los estados se concentran en mantener sus prerrogativas particularistas y en favorecer prácticas clientelistas aquende sus fronteras, es un impedimento al progreso de las ideas de los padres fundacionales de la Europa unida, como Jean Monnet o Robert Schuman. Podrá argumentarse que eso es precisamente lo que desean los políticos nacionales a fin de preservar sus bases de poder locales. Más nos valdría apuntar a una Europa interdependiente simbolizada por nuestra moneda común. Para ese viaje si se necesitan alforjas de euros.
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