Cuando una tragedia sacude de una manera tan irracional una sociedad tan próxima, como lo puede ser para nosotros la de nuestros vecinos franceses, todo lo que nos puede separar geográfica o ideológicamente nos parece insignificante, porque no estamos hablando de naciones o estados distintos, sino de civilización y humanidad.
El ataque sanguinario de la noche del viernes en París lo han cometido los mismos bárbaros que volaron varios trenes en Madrid o derribaron las torres gemelas en Nueva York. Ha sido un crimen de lesa humanidad por el que debemos llorar amargamente para, a continuación, pensar cómo podemos defendernos para que nuestro mundo de libertad y democracia no desaparezca en manos de unos fundamentalistas religiosos que, en su locura, quieren que compartamos su fe matando a nuestras mujeres y niños o a un centenar de jóvenes que pacíficamente disfrutan de un concierto de rock.
Hoy todos somos Francia, y quien han asesinado a ciudadanos franceses en París también ha ensangrentado nuestras calles. Su felonía no puede quedar impune.
La justicia internacional y las naciones libres deben perseguirlos sin darles tregua.
Escribe tu comentario