martes, 19 de marzo de 2024 05:45
Editorial

EL PAZO DE LA VERGÜENZA

Manuel Fernando González Iglesias
Manuel Fernando González Iglesias

A Coruña, 1952


Buscaba hace unos días enseñar a mi nieta catalana las bellezas de mi Galicia natal, para que tuviera idea clara de lo que significa el mestizaje. O sea, de como uno puede y debe ser ciudadano del mundo por tener raíces familiares en lugares y culturas tan dispares por haber recibido en sus genes los de abuelos gallegos y andaluces, y por supuesto, de otra yaya catalana a la que, por desgracia nunca tuvo la oportunidad de conocer.


Tengo la costumbre de hacer esta tourné cada año, para que esta magnífica estudiante del British entienda que, lo mejor que puede pasarle en la vida es entenderse con todo el mundo, y acumular en su cultura personal el mayor número de conocimientos de las diferentes culturas que la rodean.


Y en ese menester andaba cuando que se me ocurrió acercarla a la bellísima playa de Sada, a la que desde A Coruña hay que llegar pasando por Meirás, municipio donde se asienta el conocido Pazo de la vergüenza que los jerarcas franquistas de la época del hambre regalaron al sangriento general, para su disfrute personal y familiar, en unos tiempos de penurias, en los que se obligó a los paisanos de la zona a pagar con sus escasos recursos el insólito regalo, o expropiándoles las tierras circundantes para poder entregarle la propiedad en todo su esplendor al execrable jerarca.


Mi nieta sabe que su abuelo es un impenitente antifranquista, y por lo tanto, como aquellos días se hablaba en las televisiones del Pazo, esperaba con una pícara complacencia la explicación que su "abó", que así me llama, iba a darle sobre el endemoniado edificio. Se rió con ganas a cuenta de mi encendido relato, y al final, me dijo apiadándose de mí al verme tan cabreado: "Vámonos abó, y volvamos cuando la familia de este tipo os lo devuelva a todos los gallegos y podamos entrar, y no te enfades, que te va a subir la tensión…".


Me la miré completamente admirado por su salida, con tanto sentido común para una niña de doce años, y no pude por menos, que echarme a reír contagiado por su inocente sonrisa de oreja a oreja que me hacía pensar, que ella y todos los de su generación, harían por fin posible el sueño de muchos de nosotros de que el Pazo de Meirás volviera a sus legítimos propietarios sin que ninguno de los Franco, ni quienes les protegen puedan hacer ya nada para evitarlo, porque como yo mismo, tampoco estarán sobre la faz de la tierra.


En ese tiempo de olvido y libertad, las generaciones que nos sucederán, si que podrán llamarle a Franco, asesino, con todas las consecuencias y a su familia, pandilla de aprovechados por beneficiarse de unas propiedades que nunca consiguieron trabajando, ni mucho menos tener el derecho a heredarlas. La Fundación Franco también habrá desaparecido, y las subvenciones que recibe del Estado se destinarán en ese tiempo nuevo a cosas más útiles, como por ejemplo, a construir y mantener mejores geriátricos o tal vez a convertir el Pazo de Meirás en una Universidad de Verano como ya lo es el Palacio de la Magdalena en la muy universal Santander cada verano.


Como habrán podido comprobar por el relato que les hago llegar me fui muy reconfortado y sobre todo, pude olvidarme de lo que escribió en Facebook el cretino integral Jaime Alonso. Y sobre todo de esa familia Franco, un sucedáneo a la española de la Familia Adams, que con políticos como los que tenemos son capaces de seguir riéndose de todos nosotros cuarenta y dos años después de la muerte del propietario de la finca. 

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