viernes, 29 de marzo de 2024 10:04
Opinión

ARROYO, MIRADA PROPIA

Miquel Escudero
Miquel Escudero

El pintor Eduardo Arroyo fue también escultor y escenógrafo. En 1958, se fue a vivir a París con 21 años de edad, para dejar atrás la España del general Franco, a la que calificó de insoportable Paraíso de las moscas. No era un exiliado político y al cabo de un tiempo pidió a Semprún que le apadrinase para entrar en el PC, pero desistió en cuanto supo que su amigo acababa de ser expulsado. Regresó a España antes del fin de la dictadura y, acusado de satirizar al Régimen, fue detenido, requisado su pasaporte y devuelto al país galo. Este madrileño que pretendía hacerse escritor en Francia, llegaría a escribir libros, pero fue sobre todo un artista plástico con enérgica mirada propia. Es reconocido en toda Europa y se le enmarca en la figuración narrativa, que permitía literatura dentro del cuadro. Falleció en 2018, al poco de salir la segunda edición de su libro ‘Minuta de un testamento’ (Taurus).


En estas memorias impropias evidencia su alergia a cualquier dictadura, política o artística, a menudo impuesta por la moda. ¿De dónde viene el virus de la política?, se preguntaba. Él se veía como Alberto Sordi en la película de Giuseppe de Santis Una vida difícil. Y la frase ‘la política no me interesa’ le parecía reaccionaria y banal.


Pintura (recurso)


Para Arroyo, la pintura genera pintura y los cuadros generan cuadros; piénsese, por ejemplo, en La Meninas de Picasso. Se pinta para uno mismo y, en su caso, con pasión por cosas fuera del cuadro. Hay que “sacar a la pintura fuera del arte, sacar a la obra pintada fuera de la ideología de la obra”, afirmaba. Y “luchar contra la agonizante división en sectores que convierte la historia del arte en un viaje en tren, con sus retrasos, sus esperas y sus estúpidas aceleraciones”.


Decía pasar más horas en librerías que en ‘las asépticas salas de los museos de arte contemporáneo’. Por cierto que llegó a reunir unos 4.000 libros sobre boxeo, al que era gran aficionado. Lamentaba la decadencia moral del país que amaba con pasión y sin patrioterismo: “Hemos sido vencidos por la vulgaridad”. Y la infantilización, inducida: “Ya sólo nos falta que nos digan a qué hora es obligatorio levantarnos y a qué hora acostarnos”. En 2009, denunciaba que estuviésemos en manos de políticos oportunistas; el Estado, dispuesto a “vendernos esa moralina encubridora de incompetencias y chanchullos, recorta día a día nuestras libertades en nombre de nuestro bienestar”.

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