El donostiarra Pío Baroja ejerció de médico rural en Cestona durante un tiempo. Luego regentó la panadería de un familiar en Madrid. Y escribió novelas. En 1917, aún no cumplidos los 40, publicó ‘Juventud y egolatría’, una suerte de memorias. Cual un viejo precoz, dijo ahí: “Y en mis libros, el lector, en general, no entra. Yo tengo una esperanza, quizá una esperanza cómica y quimérica, la de que el lector español de dentro de treinta o cuarenta años, que tenga una sensibilidad menos amanerada que el de hoy y que lea mis libros, me apreciará más y me desdeñará más”. Y recogía una opinión de Ortega acerca de él. Según el filósofo, la gloria se presentaba a Baroja reducida a las proporciones de una grata sobremesa. “Es verdad. Es una de las formas simpáticas de la gloria el ser aceptado entre gente amable, inteligente y cordial”, una respuesta bien significativa del escritor.
En sus ‘Fantasías vascas’ hacía un hermoso elogio sentimental del acordeón que comienza así: “¿No habéis visto, algún domingo al caer de la tarde, en cualquier puertecillo abandonado del Cantábrico, sobre la cubierta de un negro quechemarín, o en la borda de un patache, tres o cuatro hombres de boina que escuchan inmóviles las notas que un grumete arranca de un viejo acordeón? Yo no sé por qué, pero estas melodías sentimentales, repetidas hasta el infinito, en el anochecer, en el mar, ante el horizonte sin límites, producen una tristeza solemne”.
“¡Oh la extraña poesía de las cosas vulgares! Esa voz humilde que aburre, que cansa, que fastidia al principio, revela poco a poco los secretos que oculta entre sus notas, se clarea, se transparenta, y en ella se traslucen las miserias del vivir de los rudos marineros, de los infelices pescadores”.
Y terminaba así: “¡Oh modestos acordeones! ¡Simpáticos acordeones! Vosotros no contáis grandes mentiras poéticas, como la fastuosa guitarra: vosotros no inventáis leyendas pastoriles como la zampoña o la gaita; vosotros no llenáis de humo la cabeza de los hombres, como las estridentes cornetas o los bélicos tambores. Vosotros sois de vuestra época: humildes, sinceros, dulcemente plebeyos, quizá ridículamente plebeyos; pero vosotros decís de la vida lo que quizá la vida es en realidad: una melodía vulgar, monótona, ramplona, ante el horizonte ilimitado…”.
¿No nos remueve, un poco, tanta delicada sugestión?
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