
La imagen de Giorgis Chatzifotiadis llorando desconsoladamente en la acera más próxima a la cuarta entidad bancaria a la que había acudido con su cartilla y el carné a cobrar la pensión de su esposa, que había trabajado ¡en Alemania!, ha dado la vuelta al mundo e indignado a la gente. Giorgis, sin pretenderlo, ha despertado la solidaridad de un joven banquero australiano que descubrió en la foto a un viejo amigo de su padre del que supo pronto algo más, al preguntárselo a su propia madre. Hoy, el financiero australiano vuela hacia Grecia con un montón de dinero que ha recaudado entre la gente de su país para alegrarle la vida a quien los poderosos de la tierra han querido hundir en la miseria.
A los australianos no les viene de nuevo el venir a defender esa Europa que ahora agoniza enfangada en sus propias miserias. Si perdiéramos un momento en leer la historia, seguramente nos encontraríamos con 8.700 australianos muertos allí cerca, en el Egeo, en la encarnizada batalla de Galípoli, donde no se les había perdido nada salvo el honor de formar parte de la lucha de sus compañeros, franceses, irlandeses, o neozelandeses contra el imperio otomano.

Me encanta escribir sobre estas cosas porque desmitifican la política y arrojan al cubo de los desperdicios la prima de riesgo, la quita de la deuda, y el cabreo indecente de la Merkel, Rajoy, Hollande y hasta de una lituana, muy tonta ella, llamada Dalia Grybauskaité, e incita el deseo de los británicos, muy listos ellos, de quedarse con su amada City, especuladora e inmoral, mientras convocan referéndums para irse de la Comunidad Economica Europea.
No estaría de más que las lágrimas del bueno de Giorgis incendiaran de una vez por todas los corazones de los europeos y comenzáramos a movernos ya en busca de una sociedad más justa y solidaria que impida que los niños, nuestros niños, pasen hambre, y nuestros ancianos lloren desconsoladamente en la calle. ¿A qué estamos esperando?

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