sábado, 20 de abril de 2024 00:50
Opinión

AFRANCESADOS DEL SIGLO XXI

Luis Moreno
Luis Moreno

Profesor de investigación del CSIC en el Instituto de Políticas y Bienes Públicos

España es un país de textura federal. Tal calificativo no aparece en ninguna de sus disposiciones constitucionales. Empero, el caso de la 'federación embozada' española ocupa la atención en los foros científicos de investigaciones y estudios internacionales. En la variopinta configuración de los estados federales, donde vive un 40% de la población mundial, el principio común a todo ellos es el de hacer compatible unidad y diversidad mediante el pacto político. Foedus en latín alude precisamente a eso: pacto.

Hace 200 años España dejó pasar la oportunidad de estructurarse institucionalmente en modo federal, al igual que había sucedido espontáneamente en la lucha contra el ocupante galo durante 1808-14. Los territorios hispanos actuaron entonces disgregados pero unidos en el objetivo común de liberación. La coordinación entre las distintas juntas territoriales supuso de facto una actuación bajo pautas federales. Recuérdese que, por aquel entonces, las denominadas provincias eligieron dos representantes para formar parte de una Junta Central, unidad suprema de gobernación del reino. Al margen de las funciones de ámbito general (dirección de la guerra, relaciones exteriores y coloniales, y servicios de carácter general), el resto de la administración era responsabilidad 'regional'.

Con la caída del bonapartismo, el indeseable Deseado Fernando VII inauguró las prácticas de bandazos entre los partidarios del Antiguo Régimen y los afrancesados de diverso pelaje que condicionaron los peculiares procesos posteriores de construcción nacional (nation-building) y reformulación estatal. Buena parte de las ideas de la España liberal no eran sino una transposición del programa jacobino francés: burocracia centralizada, mercado interior, fiscalidad comunes y una homogeneización jurídica y cultural; objetivos estos sustentados en una racionalidad administrativa ausente --a menudo-- en la acción política de las élites clientelistas españolas. Años después de la derrota militar de Waterloo, los afrancesados españoles continuaban protagonizando la política territorial en la España decimonónica.

La expresión más depurada del jacobinismo se producía en Francia, donde desplegó su afán por conformar el territorio estatal según un molde central, homogéneo y único, invocando para ello la libertad, la modernización y el progreso. La reproducción mimética, por parte de los afrancesados españoles, de los usos y de la estrategia hipercentralista de sus homónimos galos lastró durante el siglo XIX la posibilidad de integrar políticamente la diversidad de la politeya española. Así, la España decimonónica arrostró una situación en la que los intentos liberales de modernización política quedaron atrapados por una visión simplista y totalizadora que no tenía en cuenta las peculiaridades territoriales en una sociedad mayoritariamente preindustrial e irregularmente conformada. A las dinámicas periferias, y en especial la catalana, respondía la acción de gobierno central con el nombramiento de 'jefe políticos' y gobernadores civiles, al modo de los prefectos franceses, carentes de prestigio y cuyos mandatos breves servían intereses particulares y partidarios. Eran, en la mayoría de los casos, servidores con vocación represora y dedicados a manipular elecciones. Aquellos lodos trajeron el fango de la desvertebración y la imposición, las cuales pasaron no sólo a formar parte del imaginario de la dos Españas, sino del código genético social de generaciones frustradas políticamente. No pocos españoles se preguntan cómo es que en la actualidad haya tantos catalanes --¿la mitad?-- que quieren la secesión. Las miradas pretéritas para la explicación de las conductas presentes suelen aportar claves esclarecedoras.

La torpe confusión entre 'nación' y 'estado' en la sentencia del Tribunal Constitucional de junio de 2010, sobre la reforma del Estatuto de Autonomía catalán de 2006, hace rememorar la visión afrancesada jacobina, para la cual ambos conceptos relacionales son sinónimos e intercambiables. El Tribunal optó por generar teoría política en vez de ceñirse a su genuina misión jurisdiccional. Como resultado de la sentencia, se rompió dramáticamente el pacto que había inspirado el encaje territorial de la Constitución de 1978, y mediante el cual un parlamento autonómico no podría imponer un estatuto con el que el conjunto del Estado (legitimado en sus funciones arbitrales por el Tribunal Constitucional) estuviese en desacuerdo, pero por el cual tampoco el alto tribunal podría hacer 'tragar' con la sanción de un estatuto no aprobado y consentido por los ciudadanos de una comunidad autónoma. El episodio ha vuelto a ilustrar el viejo debate relativo a la politización de los tribunales constitucionales.

Como no podría ser de otra manera, la responsabilidad del Tribunal Constitucional en la resolución de conflictos de poderes y competencias gubernamentales conlleva una cierta judicialización de la política. Particularmente en un sistema constitucional como el español muy normativista y diseñado, en su mayor parte, por políticos juristas. Existe una relativa subordinación de los cuerpos electorales a las instancias judiciales, lo que implica el riesgo mayor de que los jueces se 'politicen' y sus opiniones políticas sean muy tenidas en cuenta a la hora de su designación. Así, el Tribunal Constitucional suele estar expuesto a ser instrumentalizado como una tercera cámara legislativa de última apelación política. Ello entraña una peligrosa deriva hacia su deslegitimación.

Hace tres años escribí un artículo titulado Trágala centralizador, rotura o federalización. Presentaba entonces escenarios de evolución posible de nuestro languideciente estado autonómico. ¿Creen ustedes posible que pudiéramos añadir algún otro futuro hipotético? Para algunos afrancesados del siglo XXI la añoranza del 'espadón' decimonónico es tentadora, y algunas voces ya se dejan sentir amenazantes en los mentideros de la villa y corte. Para España tal perspectiva supondría otro fracaso más en su tardío proceso modernizador. Ahora sólo la solidaridad europea podría evitarlo.

El centralismo español, en la parte alícuota de responsabilidad que le corresponde, debería ejercer su capacidad propositiva para refundar la democracia en España. En concreto, sería útil su compromiso de articular una reforma constitucional que federalizase definitivamente el Senado y que auspiciase la subsidiariedad territorial y la rendición de cuentas democrática, principios guía del proceso de Europeización en curso. Por encima de cualquier otra consideración, el objetivo final de tales propuestas sería el de empoderar a los territorios constituyentes de la España plural. Se facilitaría, así, más poder para la gobernanza multinivel y mayor incorporación política multilateral para evitar la centrifugación anómica de los territorios de España. La convivencia política en nuestro país sigue condicionada por la superación de un centralismo acaparador, débil y, en el pasado, violento. Una realidad tozuda e irresuelta.

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