En las postrimerías del año 74, nos mudamos a El Papiol, población que dista unos doce kilómetros de Barcelona y que se sitúa en la falda del Puig Madrona, a unos doscientos cincuenta metros sobre el nivel del mar. Coronando el lugar, se erige un castillo que data del año 1300.
Aquel atardecer, bajé del autobús y comencé a andar rumbo a mi nueva morada, por una calle que desciende junto al castillo. Como no estaba acostumbrado a este tipo de construcción, la mole de piedra se me venía encima con su imponente estructura. Entonces, el recuerdo de alguna que otra novela gótica rondó por mi imaginación. Mientras me aproximaba a mi hogar, me pareció encontrarme en algún puesto de Los Cárpatos, lugar que únicamente conocía a través de alguna que otra película, especialmente las de terror.
De pronto, comenzaron a sonar las campanas de la iglesia. Según un lugareño, que en aquel instante iba en mi dirección, las mismas tañían a difunto: tres toques cortos y agudos, seguidos de otro profundamente grave y largo, porque se acababa de oficiar una misa por el eterno descanso del alma de una joven, fallecida el día anterior de muerte natural. No sé lo que me obligó a volver la cabeza, pero cuando lo hice, vi bajar por la calle de la falda del castillo a un grupo de mujeres de riguroso luto. Al frente del conjunto, marchaban tres o cuatro de ellas, que ayudaban a desplazarse a otra señora desfalleciente. Urbanita de toda la vida, nunca había visto un cuadro como aquél. Apreté el paso para no ser alcanzado por el fúnebre cortejo, y cuando llegué a mi casa, mi esposa, que se dio cuenta de la desazón que revelaba mi rostro, me preguntó si algo malo me había sucedido. Se lo conté y luego, estuvimos un buen rato en silencio.
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