Este agosto ninguno de los problemas sociales que atraviesan la realidad del país ha centrado la atención informativa y me temo que tampoco la acción política de los gobernantes. Corremos el peligro de instalarnos en debates superestructurales, sobre formas de gobierno y procesos de participación, que sin duda son importantes, pero dejamos de lado las respuestas estructurales sobre la redistribución de riqueza y la calidad de vida.
Este agosto ninguno de los problemas sociales que atraviesan la realidad del país ha centrado la atención informativa y me temo que tampoco la acción política de los gobernantes. Corremos el peligro de instalarnos en debates superestructurales, sobre formas de gobierno y procesos de participación, que sin duda son importantes, pero dejamos de lado las respuestas estructurales sobre la redistribución de riqueza y la calidad de vida.
Por lo tanto, si no relacionamos una cosa con la otra contribuimos a vaciar de contenido el papel que la política debe jugar como transformadora de la realidad, en uno u otro sentido, en una u otra dirección, pero con incidencia en las formas de vivir, de relacionarnos y de producir en sociedad. Es necesario hacer un esfuerzo para reconocer cuáles son los problemas sociales que reclaman respuestas políticas adecuadas.
Decía que pobreza, desigualdad y precariedad son los ejes que enmarcan hoy la realidad social. Es necesario, pues, establecer una acción política que transforme las bases materiales, económicas, jurídicas, culturales, que los sustentan. Hoy sabemos que, a pesar de que hay algunos datos que apuntan signos de recuperación económica (débil e incierta), la crisis no ha terminado, como evidencian las cifras de paro (más de 770.000 personas paradas el 2 º trimestre) y pobreza (más de 233.000 hogares con todos los integrantes desocupados y más de 91.000 hogares sin perceptores de ingresos). Sabemos que el mercado de trabajo cada vez es más precario (con un crecimiento de las tasas de trabajo a tiempo parcial, que ya supera el 16%, y temporal, por encima del 18%). Esta realidad se explica por unas políticas concretas, decididas y ejecutadas en base a unos intereses sociales determinados, no por la inevitabilidad de una situación "sobrenatural". Así, la política de austeridad sin estímulos al crecimiento y la restricción crediticia están en la base de la destrucción de la actividad productiva instalada y el desmontaje de los servicios públicos propios del estado del bienestar, lo que ha generado el consiguiente crecimiento del desempleo, que ha supuesto empobrecimiento y desprotección. Las opciones sobre las que se han dictaminado determinadas reformas estructurales son las que hacen crecer la desigualdad y generan precariedad, laboral y social. Por ello se instauran tasas judiciales, se facilita la inaplicación de los convenios, se promueve el trabajo a tiempo parcial o el autoempleo y se desmonta un marco de derechos sociales y de cobertura universal y de calidad de servicios públicos.
Tenemos que hablar de corrupción y transparencia y de regeneración democrática. Pero no puede ser un debate abstracto, sino que se ha de evidenciar que se sustenta en unas propuestas políticas de un modelo de sociedad que da respuesta a los problemas sociales reales. Si queremos un país para vivir y trabajar con derechos, tenemos que hablar de cómo remover los obstáculos que hoy lo impiden. En este camino, erradicar la corrupción y garantizar la transparencia, regenerar las instituciones democráticas y la vida política, poder ejercer el derecho a decidir por parte de la ciudadanía son pasos necesarios. Pero deben ir acompañadas de propuestas en fiscalidad y redistribución, de creación de empleo y de su calidad, de provisión y calidad de los servicios públicos, de protección social, entre otras cuestiones. Quizás titulando este artículo "pan, trabajo y libertad" hubiera establecido con mayor claridad el hilo conductor entre democracia, recuperación económica y desarrollo social que creo que deben impregnar los debates políticos y sociales de este otoño.
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